Este artículo fue publicado en Planeta Futuro
En un momento de profundos cambios en la agenda internacional del desarrollo, en la geografía del poder y en el mapa de la pobreza y las desigualdades, la política española de cooperación internacional para el desarrollo muestra sus mayores debilidades y síntomas de agotamiento. Como resultado, evidencia serias limitaciones para contribuir a las respuestas colectivas a los problemas del desarrollo, como el cada vez más desafiante problema de la sostenibilidad ambiental, la creciente e intolerable desigualdad global o los hirientes niveles de pobreza, por nombrar sólo algunos de los más evidentes. Se trata de problemas que afectan más intensa y directamente a las poblaciones y colectivos con mayores niveles de desprotección y vulnerabilidad que ponen de manifiesto el fracaso colectivo en el cumplimiento de los derechos humanos e imposibilitan la satisfacción de las aspiraciones de justicia global, equidad y cohesión social.
Son no sólo problemas de naturaleza ética y política, sino que suponen la mayor amenaza para la humanidad y para el planeta, al tiempo que constituyen el principal desafío para el proyecto de una gobernanza global centrada en la garantía de los derechos de todas las personas del mundo.
La política española de cooperación ―y de manera especial algunas dinámicas generadas en torno a ella― ha constituido un espacio de referencia en el que, con todas sus limitaciones, diferentes actores como las universidades, ONGD y también otras organizaciones de la sociedad civil, movimientos sociales, municipios, comunidades autónomas o empresas de economía social habían generado un canal de participación para afrontar, en ocasiones colectivamente, los mencionados problemas del desarrollo.
En los últimos tiempos este espacio encarnado en la política de cooperación está ofreciendo muestras de un agotamiento sin precedentes. A ello contribuyen razones de tipo estructural que tienen que ver con el propio sistema de cooperación para el desarrollo y su falta de capacidad para dar respuesta a los persistentes y cambiantes problemas globales. Razones que tienen que ver también con la propia naturaleza de las políticas de cooperación, que dado su carácter voluntario, desregulado y discrecional, permite que sigan siendo los donantes los dueños de la toma de decisiones. Contribuye a ese agotamiento también la incapacidad del sistema de cooperación de arrastrar a otras políticas hacia las metas del desarrollo para lograr la tan ansiada coherencia de políticas, o su configuración en clave de relaciones Norte-Sur, cuando el dinamismo y la heterogeneidad en la economía y las relaciones internacionales nos dicen que el mundo, a diferencia de lo que ocurría en épocas anteriores, ya no se explica en esta clave… La literatura sobre cooperación y desarrollo ya ha aportado numerosas explicaciones acerca de las limitaciones de las políticas de cooperación para generar las transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales que el desarrollo exige.
Pero al desgaste sin precedente de la política de cooperación española contribuyen también otro tipo de razones, más pegadas a la coyuntura española, resultado de la actual crisis económica y, especialmente, de la respuesta política ofrecida por el Gobierno español, con el conocido impacto en el conjunto de las políticas sociales, y de manera especial en la de cooperación. Se ha producido un abrupto (y sin parangón) descenso de los recursos (más del 70% entre 2009 y 2012 de la ayuda oficial al desarrollo española), un debilitamiento político e institucional de los actores y estructuras de cooperación, un deterioro del modelo de participación social y, seguramente en el origen de todo lo anterior, un cambio en la mirada sobre el desarrollo. Entendidos, en tiempos pretéritos, como asuntos globales y, por lo tanto, necesitados de una mirada articuladora de intereses y derechos globales y de un impulso político ante el retraso histórico español en este ámbito, el desarrollo y la cooperación son vistos en la actualidad como un instrumento al servicio de los intereses “nacionales”, ya sea a través del ejercicio de vaciado presupuestario ―supuestamente puesto al servicio de otras prioridades en un contexto de “urgencia nacional”― o a través de la instrumentalización de una “política blanda”, como la de cooperación, para ponerla al servicio de intereses y objetivos de la “agenda dura”, como serían la promoción de las exportaciones o la internacionalización de las empresas. Parece, pues, que la cooperación española nunca se sintió del todo cómoda con las lentes cosmopolitas y decidió ponerse las gafas del realismo político. Perdió de vista en el camino, como planteara Ulrich Beck, que en un mundo global e interdependiente el único realismo posible es el que asume la mirada cosmopolita y la traslada a la acción colectiva.
Buena parte de las universidades, las ONGD, los movimientos sociales o los municipios que encontraron acomodo en los espacios abiertos por la cooperación española buscan hoy un nuevo referente desde el que, a partir de la acción colectiva, seguir generando las transformaciones para alcanzar esa idea de universalidad en el proyecto de justicia, equidad y cohesión, y además sin comprometer los límites ambientales del planeta. Un espacio que no se configure a partir de una lógica Norte-Sur que hace tiempo que ya no explica este mundo, que huya del internacionalismo desconectado de lo que sucede en nuestros barrios, en nuestros pueblos, ciudades, universidades, instituciones… En definitiva, que ignore que hace ya tiempo que la agenda de desarrollo es una, aunque se construya en diferentes espacios globales y locales a veces sin aparente conexión.
Se trata de un momento de crucial importancia, dada la deriva y la debilidad de esta política que en España había sido el espacio de referencia para muchos de estos actores y de la incapacidad del sistema internacional de ayuda para responder a los problemas del desarrollo. Y son, en este momento, cada vez más las voces que parecen llamar a la generación de un espacio de convergencia social y política para una acción colectiva que reclame para el conjunto de las políticas y los mecanismos de gobernanza la búsqueda de la equidad social, la sostenibilidad ambiental y el cumplimiento de los derechos humanos. Son, cada vez más, las voces que llaman a priorizar la construcción de los espacios de convergencia y dejar atrás la idea del consenso paralizante. Si la política de cooperación no está a la altura que los desafíos exigen para seguir alojando estas aspiraciones, será la propia actuación de los actores sociales y políticos con vocación de transformación la que acabe por desbordarla.