Los achachilas

Han venido de todos los rincones del altiplano. Los hombres y las mujeres. Algunos han traído sus rebaños. Otros han traído las bestias que han abandonado los criollos y los españoles al huir hacia La Paz por el miedo que tenían. Han llegado de muy lejos y de muy cerca para juntarnos todos. Para buscar la protección de los achachilas. Hemos venido aquí para que nos acompañen. En fila hemos venido. Uno detrás del otro. Murmurando apenas. Hemos hecho una larga espera para subir todos desde Tahuapalca. Hace frío, pero el sol quema. El viento agita los ponchos verdes y rojos de los hombres. Los mantos de las mujeres. Se ve la procesión desde muy lejos. Es hermoso distinguir a tantos hombres y mujeres subiendo a lo alto de la montaña. En silencio, formando una línea desde el más hondo valle hasta la punta afilada de las rocas. Pisando ya casi el corazón mismo de la eterna nieve. Sólo se oye la respiración agitada de los más cansados. O el grito de algún cóndor que vuela en las alturas. Una línea como una serpiente que se arrastra sigilosa. Hemos venido a anunciar a los dioses nuestra lucha, porque nos hemos unido para rebelarnos. Hemos atravesado todo el altiplano. Hemos seguido la ruta de las llamas. Unos han venido desde el mismo lago, desde Huarina, otros de los campos que se abren junto a los ríos. Unos han salido de los ayllus y otros de las haciendas. De otras wak’as sagradas han venido. Primero fue una mujer la que comenzó a caminar; al preguntarle un hombre hacia dónde iba, se unió con ella para seguir su paso. Después se les juntaron otros dos. Algunos más al tener noticia de su destino. Pronto fueron una decena de mujeres y de hombres. Y así se animaron muchos más. Vinieron también sus hijos y sus hijas. Ya eran unos cientos. Unos cientos que se juntaron con otros cientos hasta hacerse miles. Caminando, haciendo marcha y dejando huella entre las redes de los siqis para que otros puedan también venir más tarde, cuando toda la tierra se encienda como una hoguera, como un incendio liberador y no quede piedra sin arder y no quede muro sin derribar. Vienen para presentar sus ofrendas, sus regalos al gran apu, al sagrado apu del Illimani, al dios todopoderoso, para que con su aliento frío nos dé toda su fuerza, y nos haga invencibles. Estamos invocando al Achachila. Ha llegado nuestro tiempo. En la cumbre hemos hablado con los que ya se fueron, con los que ya no están sino en la montaña. Hemos encontrado al hijo de esta tierra capaz de rebelarse con nosotros, capaz de alzar su puño, capaz de conducir y gobernar a su pueblo. A la hija de estas aguas hemos venido a proclamar también. Y estamos aquí para que sientan el duro valor de su gente que con ellos violentamente se levanta. Porque él es Julián, el Tupac Katari, la serpiente que relumbra, la que nos trae la luz desde la oscuridad y el conocimiento del mundo de abajo. Y ella, la Bartolina, es el aire que nos une al universo, la que nos hace parte del sol, la luna y las estrellas. Él la simiente que fecunda la tierra. Ella la naturaleza que al atardecer nos indica el camino. En la montaña se guarda nuestro ajayu más profundo. Habiéndosenos salido del cuerpo, ha vuelto para recuperar la vida.

Bartolina 1781

Yo soy la que lleva un nombre que se despelleja. La Bartolina. La que nació en Caracato, en Sahapaqui vino de la tierra y se avecindó en Sica Sica. No tengo edad, aunque no tenga ni treinta años. Hilandera y tejedora. Soy la hembra que es todas las hembras. Ni puta ni santa. India o mestiza, eso no importa. Mujer. La más feroz. Y la más entregada. La que no teme matar y la que morir no teme. Soy la compañera del Julián, pero no soy la mujer de nadie. Porque soy libre. Quien apacigua y quien arenga, la que enarbola los estandartes. La más aguerrida y la más guerrera. La más fuerte. Doy la cara y me sacrifico. La que conduce a los hombres cuando Tupaj Katari se ausenta. Soy la sabiduría que junta, convoca y reconcilia. También la que intercede. Mi voz repercute en las montañas. Reconozco los caminos que él ha recorrido. La que sabe conducir las alpacas y las llamas soy. La que camina al lado del Julián. Ni detrás ni delante. Al costado. Hombro con hombro. Yo soy la confidente, la amiga. La Virreina. De mí nace la luz con que relumbra la serpiente. La Coronela. Visto gabán o chaquetilla. Sé montar a caballo. Manejar la honda. Apuntar con el arcabuz y disparar. No tiembla mi mano derecha, mi mano izquierda tampoco tiembla. La Pachamama misma soy. Y María. Y todas las santas de las iglesias que no son vírgenes. Soy la lengua aymara de mi gente. Pero nunca pude ser el idioma de los que nos quitaron casi todo. Porque todo nos quitaron menos el deseo de pelear. Yo soy quien cae por salvar las huestes de su marido, quien en la cárcel sufre luego la muerte de Julián, quien sube al cadalso porque no renuncia ni se arrepiente. La que sabe callar. Porque jamás se rinde. Y soy las partes despedazadas de mi cuerpo. Y mi cabeza expuesta en una picota y mis manos separadas de mis brazos y la carne seca y abrasada y la ceniza esparcida y el humo y la memoria larga de mi pueblo. Hija soy de la memoria, hija de todo cuanto he sido. Yo soy la libertad y el día en que podamos gobernarnos por nosotros mismos.

Autor invitado: Juan Ignacio Siles

Poeta y novelista boliviano. Ha dedicado largos años al estudio de las guerrillas en Bolivia de 1967. Es uno de los pocos investigadores que ha tenido acceso a los manuscritos originales del Diario del Che en Bolivia. Producto de ese trabajo es su novela Los últimos días del Che (2006). Actualmente trabaja en una novela sobre las rebeliones indígenas que se produjeron en La Paz en 1781.

Autor invitado: Juan Ignacio Siles
Poeta y novelista boliviano. Ha dedicado largos años al estudio de las guerrillas en Bolivia de 1967. Es uno de los pocos investigadores que ha tenido acceso a los manuscritos originales del Diario del Che en Bolivia. Producto de ese trabajo es su novela Los últimos días del Che (2006). Actualmente trabaja en una novela sobre las rebeliones indígenas que se produjeron en La Paz en 1781.

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