La visión de diez mil pares de zapatos depositados en la Plaza de la República en París, bajo la atenta mirada de la estatua de Marianne, símbolo de los valores republicanos de libertad, igualdad y fraternidad, ha traído a mi cabeza algunas reflexiones sobre la grave situación a la que hemos llegado en lo que se refiere al futuro de la vida humana sobre este planeta.
Los zapatos colocados sobre el asfalto parisino querían simbolizar una protesta inaplazable, que sólo las prohibiciones impuestas por el estado de emergencia declarado en Francia habían impedido llevar a cabo. Sin embargo, bien pudieran simbolizar también el trágico destino al que parece encaminarse la humanidad, tras milenios caminando por senderos y montañas, transitando por aldeas y ciudades, recorriendo costas y acantilados, atravesando desiertos y bosques, salvando ríos y mares. Pareciera que cansados ya de tanto caminar, o quizá intuyendo un triste futuro para nuestra especie, los humanos hubiéramos decidido quitarnos ya los zapatos, reconociendo así nuestro fracaso para preservar la vida.
Durante más de dos siglos se ha querido gobernar el mundo y organizar las actividades humanas en base a un supuesto racionalismo científico que todo lo podía explicar. Sin embargo, en la actualidad, el racionalismo científico parece no servir ya para algunos. Poco importa que decenas de premios Nobel y miles de científicos de todo el mundo estén pidiendo a gritos que se acabe con determinadas prácticas y tecnologías que nos llevan al desastre. Los mismos que apelaban a la ciencia reniegan hoy de ella, para así seguir defendiendo los intereses de determinados sectores económicos y ramas industriales que son los principales responsables del cambio climático. Ahora que hay un amplio consenso de la comunidad científica, los otrora defensores del racionalismo se encomiendan a la fe para negar la evidencia.
“Avanzamos hacia territorio desconocido” clamaba hace menos de un mes la Organización Meteorológica Mundial, hablando de la emisión de gases de efecto invernadero. Efectivamente, parece que nos dirigimos inexorablemente hacia el abismo, pero lo inquietante es que todos los años se escuchan alarmas este tipo, y sin embargo todos los años se toman decisiones políticas y empresariales que contribuyen a perpetuar o a empeorar la situación; decisiones tendentes a consolidar un modelo de producción y consumo incompatible con la sostenibilidad medioambiental, pero también con la equidad y la justicia social. E incompatible a medio plazo con la propia vida.
Sin embargo, hay algo en la forma de enfocar los debates sobre estos temas que, en mi opinión, no contribuye demasiado a incrementar la conciencia ciudadana, la responsabilidad social y la capacidad de protesta e incidencia política sobre estas cuestiones. Me refiero a la manera en que se ha venido presentando el deterioro medioambiental, como si la preservación de la naturaleza fuera una cuestión de elección, algo sobre lo que podemos decidir si nos preocupamos o no. Con demasiada frecuencia aparecen encuestas que reflejan la opinión de la ciudadanía sobre estos temas, y se publican puntos de vista al respecto que señalan que, aunque la naturaleza es importante, lo primero son las personas, la actividad económica, y el empleo.
Yo creo que deberíamos dejar de hablar de una vez por todas de preservar la naturaleza, como quien plantea mantener algo por su belleza, su valor paisajístico, o su historia. No es que estos asuntos me parezcan desdeñables -al contrario-, pero creo que ya va siendo hora de que hablemos de preservar la vida. Ya va siendo hora de que la ciudadanía entienda que determinadas actividades, las fuentes de energía que utilizamos, nuestro modelo de transporte, y en general el modelo en el que estamos instalados, son incompatibles con la vida humana, al menos tal como hasta ahora la hemos conocido, y que es sólo cuestión de unas cuantas décadas el comienzo de un deterioro de dimensiones desconocidas. Me parece necesario poner en el centro del debate que no se trata de preservar la naturaleza como algo con lo que convivimos, sino como nuestra fuente de vida. Y ello debería estar mucho más presente en los mensajes que se lanzan a la opinión pública.
Es necesario subrayar que, cuando el Congreso o el Senado de EE.UU. amenazan con votar contra las medidas de lucha frente al cambio climático, están amenazando con votar contra la vida. Decía hace poco el líder de la mayoría republicana en el Senado: «No soy un científico. Sólo estoy interesado en proteger la economía de Kentucky y en tener electricidad de bajo costo». Como si la economía pudiera concebirse al margen de la base de recursos, y el precio de estos últimos pudiera seguirse calculando al margen de su coste de reposición. La ventaja de los negacionistas es que, en sus mensajes, plantean a la gente la disyuntiva de optar entre su propio bienestar por un lado, y la conservación de la naturaleza por otro. Como si ello fuera posible. En estas circunstancias, me parece importante que, frente a estos disparates que se dicen, y frente al poder inmenso de quienes desean mantener sus privilegios de corto plazo, seamos capaces de poner, de manera explícita, la defensa de la vida en el centro de nuestras protestas y nuestras demandas.