Hagamos un experimento. Preguntemos a cualquier persona por cuál es la idea que le viene a la mente al mencionar la segunda palabra más pronunciada del planeta por detrás de OK, Coca-Cola. La respuesta probablemente no será ERE, pro-militar, acaparamiento de recursos, violación de derechos, machismo, exceso de azúcar o uso de sustancias nocivas. Seguramente la mayoría asociemos Coca-Cola a la idea de felicidad. Todo obra y gracia de su gran aclamada propaganda.
A pesar de que 3 de cada 4 personas afirme que no se cree lo que dice la publicidad, estudios de marketing confirman que entre el 70 y 80 % de las decisiones de compra que tomamos son inconscientes. La media que nuestro cerebro dedica a tomar una determinación de este tipo es de 2,5 segundos, y lo que influye en ese minitiempo es fundamentalmente la imagen que tengamos de la marca. Es decir, que lo queramos o no, elegimos en función de la publicidad rica variada existente, desde el típico anuncio de la tele, hasta el formato y etiquetado del producto, pasando por el product-placement, o los estudios pseudocientíficos convenientemente financiados por las empresas. Así, en el año 2013, solamente en anuncios televisivos, se emitieron más de 125 horas de publicidad… ¡al día!
Por tanto, nos vemos en un continuo bombardeo de imágenes y mensajes que nos hacen asociar marcas como Coca-Cola, McDonald’s o Danone, a un mundo de ilusión y de color digno de el País de las Maravillas antes de aparecer sombrereros locos y reinas corta-cabezas. Nuestras mentes se nublan y pasamos por alto los “pequeños” deslices que estas industrias comenten habitualmente.
Hace unos días me topé con un anuncio antiguo de tabaco “de acuerdo con un estudio nacional, la mayoría de doctores fuman Camel”. Nada más y nada menos. Allí en el cartel aparecía el doctor sosteniendo su humeante cigarrillo, amigable y profesional a la par. Me quedé tan ojiplática que no pude evitar seguir indagando y sí, la cosa podía ir a peor: fuma y así mantendrás tu figura; échale humo en la cara y caerá en tus brazos, galán; si es un pitillo rubio viene fenomenal para las cuerdas vocales; o, cómo no, si es Marlboro a tu bebé no le molestará el humo.
Podríamos pensar que esos anuncios se diseñaron antes de conocerse los peligros de esta droga, y por tanto, no se hacían con mala intención. Pero lo cierto es que ya a mediados de los años 50 existía pleno consenso por parte de la comunidad científica en que había una correlación directa entre el tabaco y toda una serie de problemas de salud. Sin embargo, mediante toda una propaganda organizada, la industria tabacalera eludió esta correlación hasta finales de los ochenta. Fue entonces, cuando ya no había forma de negar la realidad, en la que se cambió de estrategia. Si, el tabaco mata, y si te mueres, es tu responsabilidad ¡viva la libertad individual! No fue hasta el año 2005 que el estado español decidió que la salud pública era más importante que los intereses de esta industria y decidió prohibir la promoción, patrocinio y publicidad del tabaco.
La OMS alerta de que el 59% de las muertes en el mundo están directamente relacionadas con la mala alimentación y de hecho, existen más casos en el planeta de gente que sufre estas consecuencias por exceso que por defecto. Básicamente podemos poner el foco en los azúcares añadidos, las grasas hidrogenadas y los aditivos. Este cóctel mortal se da fundamentalmente en la comida procesada que nos vende la industria alimentaria. Por ejemplo, el 75% de los azúcares añadidos que tomamos lo hacemos indirectamente, a través de productos como los refrescos y zumos, lácteos, salsas, etc.
Lo curioso del asunto es que la salud está de moda. Las últimas encuestas así lo confirman, siendo ésta una de las principales preocupaciones a la hora de seleccionar nuestras marcas favoritas. La industria ha tomando nota y eso nos vende. Todo el mundo se ha echado las manos a la cabeza descubriendo el fraude de Volkswagen. Pues bien, la industria alimentaria no se queda atrás. Un ejemplo de esto son los llamados alimentos funcionales, aquellos que podemos definir como alimentos que proporcionan un beneficio para la salud más allá del que es previsible obtener a partir de su composición nutricional original. Hasta el año 2006 no existió regulación alguna en la UE sobre cuáles podían considerarse como tal. De los 44.000 que se presentaron en ese momento a examen, sólo consiguieron aprobar 521, alrededor de un 1% del total.
El conocido Actimel, sin ir más lejos, fue uno de los suspendidos. Resulta que el L.Casei añadido no mejora nuestras defensas más de lo que puede hacerlo cualquier yogur tres veces más barato. No sólo eso, cada vez que tomamos un botecito de esos para revitalizar cuerpo y mente, nos estamos metiendo entre pecho y espalda dos sobres de azúcar. Sólo con un par de botes al día superamos la cantidad de azúcares diaria recomendada por la OMS, y el efecto se agrava teniendo en cuenta que están dirigidos al público infantil.
Esto sucede porque, aunque actualmente hay regulación que prohíbe afirmar que un producto tiene propiedades que no tiene, todavía no existe normativa sobre si ese producto tiene en su conjunto un perfil nutricional adecuado. Tampoco hay ninguna restricción a que cualquiera que añada un 15% más con respecto al original de la vitamina o mineral que toque, alardee de sus increíbles ventajas. Así, el hecho de que un ramillete de perejil contenga más hierro que un vaso de leche de Puleva Max, no quita para que se atribuyan sus méritos y los exageren hasta, no se sabe muy bien cómo, afirmar tan ricamente en su anuncio que “favorece el desarrollo intelectual de tus hijos”. ¿Y qué pasa cuando ni siquiera te molestas en añadir “extras” al producto? Muy sencillo, pones a Shakira bailando el Waka-waka con una tripita sonriente estupenda de la muerte y ya tú llega a tus propias conclusiones ‘querida’ sobre si ese yogur adelgaza o no.
Hace unos meses, la organización VSF, denunció a la marca Bimbo por saltarse su código de autorregulación publicitaria (código PAOS) con el producto Kekos, unos bollitos altamente insalubres por su alto contenido en grasas, azúcares y aditivos que son anunciados como “divertidamente saludables” por estar enriquecidos con hierro y calcio. No se saltaban la norma por eso, dónde vamos a parar, esto está totalmente permitido. Se lo saltaban porque usaban dibujos animados para su promoción y por tanto, manipulaban las mentes infantiles. La empresa reconoció que sí, que incumplían sus propias normas. ¿Y qué pasó? Absolutamente nada. Es lo que suele ocurrir cuando dejas la regulación en manos privadas. Por otra parte, el argumento de nuestras queridas instituciones públicas es el del rey Salomón, deben repartir justicia a partes iguales. En un lado del ring, la gente y su salud, en el otro, los intereses de la industria alimentaria. Difícil decantarse por una u otra.
La cuestión es que en materia de publicidad sobre alimentación insalubre, tenemos la misma protección ante el bombardeo publicitario que tenía la sociedad de los años 50 con respecto al tabaco. Si vamos en la misma línea, nos quedan sesenta añitos de espera hasta que la cosa cambie. Y ya, el pensar en una publicidad que no obvie la constante vulneración de derechos, el machismo o la destrucción medioambiental por parte de las empresas anunciadas es prácticamente un sueño inalcanzable. A no ser claro, que exista la suficiente concienciación, clamor popular más bien, como para que las administraciones tomen cartas en el asunto. A no ser que nos organicemos y conjuntamente destronemos a la reina de corazones.