Los cultivos y alimentos transgénicos inician una nueva relación con Europa. En esta nueva fase no podemos perder de vista dos procesos con incidencia directa en la manera en que la Unión Europea pretende regular la entrada de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) en su territorio. Por un lado, las reuniones a puerta cerrada del TTIP; por otro, la nueva Directiva europea sobre cultivos transgénicos. Ya comentamos algunas de las implicaciones que el proceso desregulatorio del TTIP puede acarrear para la entrada de alimentos transgénicos que hoy por hoy están prohibidos en la Unión Europa. Respecto a la Directiva 2015/412 sobre cultivos transgénicos, parece necesario reactivar el debate social sobre sus repercusiones, ya que los cambios que introduce no son menores.
Con su aprobación el pasado mes de marzo, la citada Directiva deja atrás el marco que ha regulado las autorizaciones de cultivos transgénicos en suelo comunitario durante más de una década. Con el objetivo de agilizar estos procesos, se abandona la idea de conseguir posiciones unánimes y se permite que cada país se posicione en línea o no con las autorizaciones otorgadas. A partir de ahora, aunque la UE de luz verde al cultivo de una determinada variedad transgénica, los Estados miembros podrán desmarcarse y prohibir su cultivo en todo o parte de su territorio. Es pronto para tener una imagen nítida sobre las implicaciones y procesos que puede desatar la nueva normativa, pero alguna pista ya podemos nombrar. Vamos a ello.
En primer lugar, puede resultar chocante leer que el principal aporte de la nueva Directiva sea posibilitar que un Estado miembro prohíba en su territorio el cultivo de un OGM autorizado en la UE. Se podría pensar: “Pero… ¿No se supone que Alemania, Francia, Austria, Hungría, Grecia, Luxemburgo, Polonia y Bulgaria ya habían prohibido el único cultivo transgénico existente en Europa, el maíz MON810?” Así es, pero tuvieron que recurrir a mecanismos excepcionales como cláusulas de salvaguardia o medidas de emergencia, que no siempre ofrecieron la mayor de las seguridades jurídicas. De hecho, sus prohibiciones no han estado exentas de polémicas judiciales. En marzo de 2009, el Consejo rechazó la solicitud de la Comisión de pedir a Hungría y a Austria que derogaran sus medidas nacionales de salvaguardia, por no contar con el suficiente fundamento científico de acuerdo con la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés). Peor suerte corrió Francia cuya prohibición de cultivo de transgénicos de 2008 fue considerada ilegal primero por el Tribunal de Justicia Europeo y posteriormente por el Consejo de Estado francés. De hecho, probar que la prohibición país por país de un cultivo autorizado por la UE era ilegal ha sido una de las puntas de lanza de empresas como Monsanto. Con esta situación de fondo, un grupo de trece Estados miembros solicitó a la Comisión la elaboración de una propuesta para poder aplicar el principio de subsidiariedad en la prohibición de cultivos de OGM con más garantías. Con la Directiva 2015/412 se consigue un mayor aval jurídico para las restricciones estatales a los transgénicos, eso sí, a costa de profundizar la brecha entre dos Europas divididas por su posición en torno a los alimentos y cultivos de OGM.
Es precisamente ese debate enconado entre los países que recelan y los que dan la bienvenida a los transgénicos el que ha ralentizado buena parte de los procesos de autorización de transgénicos para cultivo. En el año 2010, tras 12 años sin que la Unión Europa hubiera otorgado ninguna autorización, una filial de BASF conseguía permiso para el cultivo y comercialización para uso industrial de la patata transgénica Amflora. La noticia tenía un sabor agridulce para la empresa alemana: habían pasado más de 13 años desde que inició el proceso de solicitud, toda una eternidad para una actividad íntimamente ligada a la innovación. El procedimiento descrito en el Reglamento 1829/2003 señala que los países miembros tienen que decidir por mayoría cualificada si aceptan o no la solicitud. Primero se vota en un Comité Permanente de Expertos; si no se consigue el número de votos requerido, se pasa a un Comité de Apelaciones. El hecho de que se necesite mayoría cualificada en ambas votaciones (requiere el voto favorable del 55% de los Estados miembros, que representen al menos el 65% de la población de la UE) supone que los procesos se alarguen durante años, cuando no acaban obstaculizados, y termina siendo la Comisión Europea la que da la última palabra, que suele ser en forma de alfombra roja.
Desde que se ha aplicado este proceso de decisión, las votaciones tanto en el Comité Permanente como en el de Apelaciones “han consistido sistemáticamente en la ausencia de dictamen”, por lo que la pelota queda en el tejado de una Comisión a la que, según sus propias palabras, no le queda “mucho margen para tomar una decisión que no sea conceder la autorización”. Regresando al caso de la patata Amflora, tras una votación en la que una mayoría de Estados se mostró contraria a su autorización (11 votos en contra, 10 a favor y 6 abstenciones), la Comisión decidió su aprobación. Años más tarde, gracias al Tribunal de Justicia de la Unión Europea nos hemos enterado de que sí le quedaba margen para no aprobarla. Según la propia sentencia del Tribunal, la Comisión decidió aprobar el cultivo de la patata Amflora aunque eso supusiera pasar por alto sus propias normas. Tras la chapuza de la Comisión, a quien no le quedó margen para no anular la autorización fue al Tribunal de Justicia Europeo. A pesar de esos antecedentes, el papel de la Comisión en la nueva Directiva sigue intacto; el cambio reside en esperar que la Comisión tenga que actuar en menos ocasiones al llegar los Estados a mayorías cualificadas en el seno de los Comités con más facilidad.
Está por ver si los Estados varían su forma de votar tras la aprobación de esta nueva normativa. En su redacción, el mensaje que traslada la Directiva a los Estados miembros se podría resumir en algo así como “dejad de entorpecer las votaciones en los Comités; no os afecta que en el resto de la UE se autorice este transgénico: siempre podréis recurrir a vuestro nuevo derecho de prohibir el cultivo en vuestro territorio”. Estaremos pendientes de si, efectivamente, los Estados reaccionan a estas invitaciones. Donde sí se ha producido un verdadero cambio es en los motivos que pueden alegar los países miembros para solicitar la prohibición de un cultivo. No hace falta que aleguen motivos de protección humana, animal o ambiental, previo aval de la EFSA. Con la nueva Directiva es suficiente con que las razones estén vinculadas a objetivos de política ambiental y/o agrícola, ordenación del territorio, uso del suelo, repercusiones socioeconómicas y hasta de orden público. Ninguna de estas materias es competencia de la EFSA. El sector protransgénico no ha conseguido que para prohibir un OGM en un territorio se tenga que contar con un informe favorable de la EFSA. Por primera vez, un Estado tendrá autonomía y potestad suficiente para restringir el cultivo de un transgénico, sin que medie una evaluación de la EFSA que certifique que las razones del Estado son lo suficientemente “científicas”. Para explicar el interés del lobby protransgénico para que la EFSA actúe de guardabarrera, conviene recordar que las puertas giratorias y la consecuente falta de imparcialidad son dos críticas recurrentes a este organismo.
Sin olvidar las lagunas e imperfecciones de la normativa ya nombradas, hay un dato que ha provocado el gozo de los movimientos ecologistas. La aprobación de esta Directiva ha traído consigo la visibilización de un rechazo histórico por parte de los Estados miembros al cultivo de transgénicos en suelo europeo. Si a principios de año el número de Estados que prohibían el maíz MON810 se limitaba a 8 países, hoy ya son 17 Estados más 4 administraciones regionales los que han formalizado su restricción a que este transgénico llegue a sus cultivos. El listado de peticiones para restringir OGM no se detiene en esta variedad ya autorizada, sino que se incluyen también transgénicos que están en la sala de espera antes de su previsible aprobación por parte de la Comisión Europea. Parece que el rechazo de estos países estaba ahí, pero faltaban las condiciones para que los Estados lo pudieran expresar. La mayor seguridad jurídica y la posiblidad de argumentar motivos para la prohibición sin necesidad de pasar por la EFSA pueden estar entre las condiciones que han facilitado esta nueva situación. La alegría generada con estas restricciones contrasta con la incertidumbre sobre qué ocurrirá en los próximos procesos de autorización. La pregunta que queda en el aire es si la nueva Directiva nos divide Europa en una amplia zona libre de transgénicos, y una pequeña extensión donde el número de cultivos autorizados crece de forma exponencial. En unos meses, tendremos datos para poder responder.